lunes, 13 de abril de 2009

En las aspas del molino satánico

Día a día aparecen nuevas noticias que nos informan acerca de personas que arriesgan la vida, la pierden o se la quitan a otros a cambio de enarbolar un simple "yo soy, yo existo, siéntanme" o que después de sentir que eran "alguien", al perderlo todo, deciden acabar con sus vidas.

A ratos parece que vivimos encerrados en alguna mala película estadounidense donde algunos, cansados de sentirse ignorados y maltratados, deciden tomar venganza y demostrar que, al menos por un segundo, pueden tomar las riendas del juego aunque sea a través de la destrucción. Donde otros, frente a la posibilidad de dejar de vivir rodeados de la materialidad acostumbrada, prefieren desaparecer.

¿Puede aplicarse un reduccionismo psicológico a esta situación? ¿Aceptarse las burdas explicaciones sobre la influencia de Marylin Manson, la pobreza o el vivir cerca de una fábrica de rifles? Me temo que no. Los casos no tienen patrones comunes más allá de la sensación fantasmagórica de sus involucrados.

Los empresarios y ejecutivos que sucesivamente se han ido suicidando frente a la perspectiva de haber perdido su riqueza material no escuchaban rock satánico, no eran pobres ni habían crecido cerca de una fábrica de rifles. Entre los niños y jóvenes que empuñan armas contra sus profesores y compañeros no parece haber patrones socio-económicos comunes. No es asegurable que todos los jóvenes atraídos por el narcotráfico "no tuvieran otra opción" por ser pobres. Eso es pensar que la pobreza implica falta de dignidad o de ética. Aquí estamos en presencia de otra cosa.

Es el sentido profundo de la dignidad humana el que agoniza, a pesar de estar cada vez más tapado de "derechos" que preteden invocarlo. De hecho, esta fiebre legalista sobre los derechos- humanos- inalienables tiene que ver justamente con una depreciación de la vida del ser humano. Lo que en algún minuto estuvo sellado a fuego en nuestra tradición y costumbres hoy debe ser obligado por ley.

Esta situación debe llevarnos a discutir los límites de la competencia en el mundo en que vivimos ¿Es sostenible la guerra total de todos contra todos en el mercado? ¿Cuál es su límite? ¿Que los "loosers" pierdan sus vidas es simple selección natural? ¿La movilidad social semi-automática es razonable? ¿Play hard, play rough?

Lo cierto es que vemos en el mundo las señales de lo que Karl Polanyi llamó "el molino satánico" del mercado en plena operación. Esto es, un funcionamiento incorrecto del mercado donde éste termina confundiendo a las cosas, los seres humanos y sus formas de vida como mercancías equivalentes, alejándonos del saludable equilibrio que, por años, mantuvieron las tradiciones locales reflejadas institucionalmente sobre la operación mercantil. Y no estoy hablando del Estado, el gran leviatán, frente al cual las personas, las cosas y sus formas de vida no aparecen ya como mercancías sino como fichas despreciables en un tablero (y que, de hecho, como bien demostró Polanyi, es el que articula el marco regulatorio que permite la operación del "molino satánico", pues antes de que exista un mercado del tipo que sea debe estar ahí el Estado).

La salida a este problema no es realmente conocida. No hay ejemplos al respecto en el primer mundo. Pero la historia es muy vieja. En "La gran transformación" ya nos cuenta Polanyi cómo muchos campesinos desplazados se negaban a entrar a las "casas de pobres" por la indignidad que esto significaba. Y morían junto a sus familias en medio del frío invierno inglés abrazados entre ellos y abrazando la Inglaterra que conocieron, con sus casas de piedra, sus bosques para la caza y la leña y la pequeña huerta que paraba la olla familiar. Hoy pienso en esos campesinos cuando veo a las miles de familias norteamericanas que se han ido a vivir a moteles carreteros, carpas o remolques.

Yo lo único que sé es que la felicidad humana, incluso en la extrema pobreza, pasa por un tema de reconocimiento. De sentir que en la comunidad uno ocupa verdaderamente un espacio y que ese espacio es valorado por los demás. Y que ese espacio no es siempre físico (en algunas tradiciones la casa familiar tiene esta característica, pero en Chile, país terremoteado, no podemos darnos ese lujo, por lo que el orgullo familiar a veces proviene de venir de cierta zona, pueblito, etc.)

Por esto mismo, sé que el mejor espacio de expresión para este reconocimiento mutuo, en contextos modernos, es el mercado. Es en el mercado donde nos conocemos y re-conocemos al intercambiar libremente (y esto es responsablemente, en posesión de uno mismo) nuestro esfuerzo por el de otros y en el intertanto conocernos, armar proyectos y relacionarnos. También es el mercado el asignador más eficiente de beneficios que premian nuestro esfuerzo y dedicación, no siempre con dinero para uno mismo.

Pero esa dimensión beneficiosa del mercado pierde sentido cuando el propio reconocimiento de nuestro valor como personas y de nuestra libertad y orgullo comienzan a transarse de igual manera. "Lo siento señor, pero usted no vale nada, no podemos seguir siendo amigos, quizás si sus acciones se recuperan".

También sé que la forma de solucionar esto no es hacer crecer el Estado. "Señor 2.398, lo siento, pero usted está 3 puntos según la ficha de asignación familiar para acceder al beneficio del modelo 1 de vivienda en su ciudad, pero le será asignado un modelo 2 en la ciudad de al lado con opción de postular a antejardín con moderado pasto". El ogro filantrópico no arregla el molino satánico.

Por tanto concluyo nada originalmente que es en la alimentación de lazos previos al estado y al mercado donde está nuestra esperanza. Estos son lazos familiares, de amistad y de reconocimiento mutuo. E incluyen una amplia gama de intensidades. Yo los alimento cuando saludo a las personas con las que trabajo y les doy un minuto de tiempo para intercambiar impresiones aunque sean sobre el clima; También cuando saludo personas en la calle (en la ciudad es más difícil porque no puede uno andar saludando todo el día, pero se puede optar por saludar a los viejitos que no van apurados o a las personas que están barriendo la calle); cuando recuerdo, aunque sea gracias a facebook, los cumpleaños de las personas y hago presente mi saludo y si puedo un regalito; cuando ayudo a una señora con el coche en las escaleras del metro, doy la pasada a las mujeres y a los mayores; asisto a reuniones sobre temas curiosos (la roma clásica, la economía familiar, existe la Atlántida?) e intercambio opiniones con otros asistentes; invito a mis primos a reunirse y conversar; Comparto un vinito o unos apuntes de clases con alguien de la Universidad; Me hago amigo de la familia de mis amigos; Ayudo a organizar fiestas; Visito a mis abuelos; regalo cosas porque sí. Y no hay nada mejor que regalar cosas porque sí (especialmente si el regalo es una fiesta).

Todo esto suena a normas de conducta antediluvianas. Y en cierta medida lo son. Nuestros antepasados trabajaron mucho la forma de las relaciones sociales y la educación y la cultura, el "ser caballero", ser "persona bien" tenía mucho más que ver con este tipo de cosas que con las siutiquerías varias con las que hoy pretende asociarse.

Esta maraña de relaciones, amistades, saludos, fiestas y regalos le enreda las aspas al molino satánico y permite que nuestra acción en el mercado sea beneficiosa para todos. Y no estoy hablando del tan temido "amiguismo", "pituto", etc, hoy en decadencia por las exigencias técnicas de la mayoría de los trabajos. Sino de un sincero reconocimiento del otro, de su forma de vida y de lo valioso y maravilloso de su existencia, en la cual cada uno de nosotros se ve reflejado un poco. De celebrar un poco la vida.

Creo que es así de simple. Así de difícil.

No hay comentarios: