domingo, 30 de marzo de 2008

No country for old men

Anoche fui a ver No country for old men (escribo el nombre en inglés no por pretencioso sino porque la traducción es miserable). Me dejó helado. No tanto por la a ratos aburrida sucesión de muertos, sino por lo que creí ver en el fondo de la película. La pregunta por lo que se transforma. Sin duda el personaje principal es el sheriff y lo que representa: un mundo de valores en retirada que, de a poco, comienza a dejar e entender lo que para hoy es cotidiano y lo reemplaza por lo que parece la irracionalidad más descarnada. O la racionalidad sin nucleo, como el personaje del asesino desquiciado. El fin de la película es lejos lo más interesante. La conversación del sheriff con un hombre mayor retirado, creo que su tío, donde éste le dice que "siempre ha sido igual", y el cuenta la historia de cómo unos indios asesinaron a un tio bisabuelo de él. Y, finalmente, el sheriff relatando a su esposa un sueño, donde su padre se le adelanta en el camino a preparar el campamento, entre la nieve. Él sabe que tendrá un lugar cálido donde dormir gracias a su padre.

Pienso que el camino allanado es el de la ética que permite plantarse frente al mundo y decir "este soy yo". Aunque el mundo se acabe. Y esa ética es la que te permite sentirte parte de un pacto y una complicidad entre muertos, vivos y gente que no ha nacido. Es como la nación, pero más pequeña, en su tejido más fino: la tradición familiar. El mundo desquiciado siempre existirá, el cambio no se detiene entre los espíritus sin raíces y cada época tiene un detonante para el desorden. Pero lo único que al final de la vida permite decir, "aquí mantuvimos la bandera en alto" es salvaguardar lo más valioso que se nos heredó: valores y principios. Cada uno ve cómo, pues a veces ese cómo toma caminos muy dispares, a veces errados.

Cuando uno mira al Chile de hoy desde esa óptica, es fácil reconocer cómo la inmoralidad es levantada como bandera de lucha por espíritus pequeños presentes en todos los sectores políticos y sociales. Pero también es reconocible la grandeza de la tradición en tantos otros, la seguridad de saber donde se está parado y qué es lo que al final del día es más valioso.

A uno le gustaría que la discusión sobre la mesa fuera qué valores y principios deberán primar al final y de qué forma por el bien de nuestra nación. No si tal o cual partido se queda con cuantas y cuales alcaldías ni cupos senatoriales. No si ellos se corrompieron antes y los otros después o esa lógica ordinaria de espetarse mutuamente la culpa del desorden absoluto en el ejercicio del poder como estrategia política y no para buscar soluciones a ello. No el hoy por tí, mañana por mí. No, en fin, el vacío ético profundo que nos conduce a una crisis moral abismal. Lamentablemente, al parecer, nuestro mundo político actual es más una reyerta eterna entre pistoleros mexicanos, asesinos a sueldo y psicópatas sin ley que un pacto entre sheriffs éticos. No country for old men.

viernes, 21 de marzo de 2008

Chile y el segundo centenario

Todos los países tienen su propia forma del poder o, si uno prefiere, su propia cultura política. Chile no es la excepción. Sucede, normalmente, que los grupos con un control directo de las instituciones políticas tienen una escaza comprensión de esta forma o bien la consideran atrasada y bárbara y pretenden transformarla como quien se cambia de calcetines. Esto provoca un desfase entre la ideología de los que tienen parte del poder y la forma concreta de éste. Y ahí comienzan los problemas muchas veces.

El último gobierno chileno ha adolecido terriblemente de este mal, básicamente por creerse su propio cuento. Cuando uno piensa en Chile y ve gente sin ropa corriendo por la calle, banderas hippies de colores, viejitos curados en la piojera y oficinistas gordos con barba de candado comiendo sandwich de potito en el Liguria (es decir, cuando uno piensa que no hay nada más chileno que The Clinic) puede que se sienta muy a gusto con su visión, pero comete un gran error. Nuestro país tiene una geografía y una historia que lamentablemente nos aleja bastante de ese fervor buena-onda-super-loco que se ha apoderado de muchos de nosotros.

Chile fue una pobre capitanía general que supo más de guerras y muertes que de fastuosas fiestas, pomposa vida de corte virreinal o refinadas artes. Fue el lugar de encuentro de dos razas guerreras que no se dieron tregua ni cuartel y de cuya mezcla nacimos. Una sociedad agrícola y militar, de férreas y nobles creencias y donde el respeto se ganó con trabajo y sacrificio. La hacienda, institución que marcó nuestra historia en su existencia de casi tres siglos, fue el espacio donde se selló nuestra unidad cultural, marcada por la religión católica y por la copresencialidad de patrón y mandado y el mutuo reconocimiento (no sin dominación de por medio). Y luego de la independencia fue el orden la mayor virtud conquistada, restaurándose un Estado en forma centralizado con un ejecutivo fuerte y pleno de autoridad luego de la anarquía revolucionaria, cuajando este nuevo viejo orden durante todo el siglo XIX, hasta el gobierno de Balmaceda.

El siglo XX se inicia con los gobiernos parlamentarios, cuyo mayor pecado es similar al que vivimos hoy en un sentido muy interesante. Aquellos que tenían control del poder, no sin cariño a su patria, pero actuando con bastante ignorancia y cierto desprecio a sus pobres costumbres, aprovecharon una época de increíble riqueza para intentar convertir nuestro pobre y digno refugio terreno a la pompa europea de moda. Y ese fue el inicio de la decadencia, por lo que 1910 fue más un llamado a reflexionar sobre la crisis moral del país que una fecha de celebración sin culpa.

Hoy, cuando los gobiernos sucesivos nos han obligado a torcer el cuello a Suecia, Suiza y Dinamarca diciendo "He allí el progreso, he ahí nuestro norte" no puedo evitar pensar en los carruajes que recorrían los paseos finamente terminados de los que algo queda hoy en Santiago centro. "Mirad a Francia, he ahí la civilización". Y la incomprensión de unos ha sido la torpeza de los otros. "Transantiago exijirá un cambio cultural en los chilenos" como si los cambios culturales pudieran ocurrir en 24 horas. "Gobierno ciudadano que acoje y escucha a todos en un diálogo pluralista" como si el poder pudiera ejercerse así en un país de la extensión del nuestro y cuya cultura política exige un ejecutivo fuerte y decidido, presente siempre en espíritu. "Gobierno que promueve y acoje las minorías" como si no se supiera que toda nación está compuesta de minorías atrapadas en un pacto entre vivos, muertos y los que están por nacer.

Así, nos encaminamos a nuestro segundo centenario independiente con una sensación parecida. De crisis moral. De pérdida de fundamento. De identidad secuestrada. Y aunque a los primeros cien años llegamos en medio de valses macabros, a nuestro segundo centenario lo haremos quien sabe cómo. Escuchando a Lalo Parra en el Liguria por diez lucas, con una camisa polo rosada y pantalón caqui pero pelo largo y barba Lagos-Weber, tomando pipeño en copas de cristal, gritando garabatos en la noche, leyendo The Clinic, mirando en menos a los católicos y pensando que somos modernos, pero chilenos (mire la empanada que me como, pero con carne de soya y una salsa shuper loca). En la siutiquería desarrollista misma, pensando que si la alegría todavía no ha llegado es porque no la hemos traído de Suecia.