viernes, 21 de marzo de 2008

Chile y el segundo centenario

Todos los países tienen su propia forma del poder o, si uno prefiere, su propia cultura política. Chile no es la excepción. Sucede, normalmente, que los grupos con un control directo de las instituciones políticas tienen una escaza comprensión de esta forma o bien la consideran atrasada y bárbara y pretenden transformarla como quien se cambia de calcetines. Esto provoca un desfase entre la ideología de los que tienen parte del poder y la forma concreta de éste. Y ahí comienzan los problemas muchas veces.

El último gobierno chileno ha adolecido terriblemente de este mal, básicamente por creerse su propio cuento. Cuando uno piensa en Chile y ve gente sin ropa corriendo por la calle, banderas hippies de colores, viejitos curados en la piojera y oficinistas gordos con barba de candado comiendo sandwich de potito en el Liguria (es decir, cuando uno piensa que no hay nada más chileno que The Clinic) puede que se sienta muy a gusto con su visión, pero comete un gran error. Nuestro país tiene una geografía y una historia que lamentablemente nos aleja bastante de ese fervor buena-onda-super-loco que se ha apoderado de muchos de nosotros.

Chile fue una pobre capitanía general que supo más de guerras y muertes que de fastuosas fiestas, pomposa vida de corte virreinal o refinadas artes. Fue el lugar de encuentro de dos razas guerreras que no se dieron tregua ni cuartel y de cuya mezcla nacimos. Una sociedad agrícola y militar, de férreas y nobles creencias y donde el respeto se ganó con trabajo y sacrificio. La hacienda, institución que marcó nuestra historia en su existencia de casi tres siglos, fue el espacio donde se selló nuestra unidad cultural, marcada por la religión católica y por la copresencialidad de patrón y mandado y el mutuo reconocimiento (no sin dominación de por medio). Y luego de la independencia fue el orden la mayor virtud conquistada, restaurándose un Estado en forma centralizado con un ejecutivo fuerte y pleno de autoridad luego de la anarquía revolucionaria, cuajando este nuevo viejo orden durante todo el siglo XIX, hasta el gobierno de Balmaceda.

El siglo XX se inicia con los gobiernos parlamentarios, cuyo mayor pecado es similar al que vivimos hoy en un sentido muy interesante. Aquellos que tenían control del poder, no sin cariño a su patria, pero actuando con bastante ignorancia y cierto desprecio a sus pobres costumbres, aprovecharon una época de increíble riqueza para intentar convertir nuestro pobre y digno refugio terreno a la pompa europea de moda. Y ese fue el inicio de la decadencia, por lo que 1910 fue más un llamado a reflexionar sobre la crisis moral del país que una fecha de celebración sin culpa.

Hoy, cuando los gobiernos sucesivos nos han obligado a torcer el cuello a Suecia, Suiza y Dinamarca diciendo "He allí el progreso, he ahí nuestro norte" no puedo evitar pensar en los carruajes que recorrían los paseos finamente terminados de los que algo queda hoy en Santiago centro. "Mirad a Francia, he ahí la civilización". Y la incomprensión de unos ha sido la torpeza de los otros. "Transantiago exijirá un cambio cultural en los chilenos" como si los cambios culturales pudieran ocurrir en 24 horas. "Gobierno ciudadano que acoje y escucha a todos en un diálogo pluralista" como si el poder pudiera ejercerse así en un país de la extensión del nuestro y cuya cultura política exige un ejecutivo fuerte y decidido, presente siempre en espíritu. "Gobierno que promueve y acoje las minorías" como si no se supiera que toda nación está compuesta de minorías atrapadas en un pacto entre vivos, muertos y los que están por nacer.

Así, nos encaminamos a nuestro segundo centenario independiente con una sensación parecida. De crisis moral. De pérdida de fundamento. De identidad secuestrada. Y aunque a los primeros cien años llegamos en medio de valses macabros, a nuestro segundo centenario lo haremos quien sabe cómo. Escuchando a Lalo Parra en el Liguria por diez lucas, con una camisa polo rosada y pantalón caqui pero pelo largo y barba Lagos-Weber, tomando pipeño en copas de cristal, gritando garabatos en la noche, leyendo The Clinic, mirando en menos a los católicos y pensando que somos modernos, pero chilenos (mire la empanada que me como, pero con carne de soya y una salsa shuper loca). En la siutiquería desarrollista misma, pensando que si la alegría todavía no ha llegado es porque no la hemos traído de Suecia.

3 comentarios:

Pablofe dijo...

La verdad que al parecer me convence menos la ideologia de la culpabilidad catolica que un chanta como Lagos-Weber. Aunque se debe combatir esta crisis cultural concertasionista, el error radica en buscar la respuesta en la ideologia del conservadurismo retrograda, es el error de que todo tiempo pasado fue mejor, eso es una falacia, todo tiempo pasado fue distinto.

Francisco Ortúzar dijo...

La sociología latinoamericana suele llamar ideología a cualquier cosa que no le parezca lo suficientemente moderna según los cánones de moda (primero europeos, luego gringos, ahora de nuevo europeos). De ahí lo "retrógrada". Pero a lo que apunto es a otra cosa. Los sectores más dominantes dentro de los grupos dirigentes han vivido con miedo a mirarse a ellos mismos y al país con sinceridad. Este ejercicio los alejaba tanto de París como de Moscú u hoy de Estocolmo. Nos hemos tenido que pensar como país siempre desde las categorías que se le ocurren a los "iluminados" que ven el desarrollo (o más bien lo copian). Negar lo que fue por "conservador" y "retrógrado", por "rasca", "beato" "tercermundista" o "primitivo". Desde Vicuña Mackenna a Richie Lake. A eso atribuyo que nos duela un poco la identidad y que los doscientos años de idependencia se sientan un poco como aniversario de matrimonio por conveniencia.

.bp dijo...
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